Hace mucho tiempo, en un país llamado Nunca Jamás, vivían unos
niños que vivían muy felices. Estos niños no podían crecer. De manera que
siempre conservarían su infancia y se pasarían todo el tiempo jugando y
divirtiéndose de mil maneras. Sólo
algunas veces estaban tristes, y era cuando recordaban que no tenían una mamá.
Entonces para acortar sus tristezas fantaseaban con tener una muy especial. Eso
ocurría en las noches, cuando recostados a sus almohadas, miraban desde sus
ventanas las estrellas. Así esperaban alcanzar sus sueños, imaginando que una
mujer tierna y perfecta, les acariciaba la cabeza mientras les leía un cuento.
Un día, antes de que los pensamientos sobrepasaran sus vigilias, ocurrió algo
muy extraño.
Detengámonos aquí, porque esto no es el cuento de Peter Pan.
Quería atraer vuestra atención, pero si me lo permiten, prometo contarles una
historia real. Una de un niño que también miraba a las estrellas, pero sus
sueños y sus esperanzas eran mucho más difíciles y para colmo también creció,
se hizo adulto y envejeció como todos.
Nuestro niño nació en la ciudad de Placetas, en la mitad de la
Isla de Cuba. Pero su historia puede ser la de cualquier niño cubano. Podría
ser tu abuelo, tu tío, tu padre, depende de la edad que tengas. Como
seguramente estás imaginando, este niño no conoció las computadoras ni los
videojuegos, y su mayor entrenamiento era jugar afuera con sus amigos. Como era
pobre y no tenía dinero para jugar a la pelota, jugaba a la quimbumbia, una
versión muy humilde y sencilla del mismo juego. Él creía en las cosas más simples,
en la familia, en los amigos, en los charcos que se hacían frente a su casa
cuando llovía y en otras cosas más complejas como el futuro.
Juzgaba el futuro con mucha crítica. Tenía tanto fundamento para
sus siete años, que su abuela decía que se parecía al cascarrabias de su abuelo.
Esa fue la época en que lo enviaron con su padre a Santiago de Cuba. Es cierto,
lo había olvidado por completo. En aquella época también se divorciaba la gente
y lo hacían con tanta normalidad como al día de hoy. ¡Que digo yo la gente!,
¡los cubanos! Cuba fue el primer país de Latinoamérica en establecer una ley de
divorcio en 1918, y mucho antes que España, que tardó hasta el año 1933. Pero
no nos distraigamos.
Santiago de Cuba era una ciudad grande y muy diferente a Placetas;
no todos conocían a todos. Calles empinadas, que no tenían nada que ver con las
alisadas callecitas de su ciudad natal. En 1953 el calor era impresionante,
pero si conoces Santiago, sabrás que siempre fue así y siempre lo será.
La calle Reloj, donde ahora vivía, no estaba muy lejos de un
cuartel militar llamado Moncada. Eran los finales del mes de julio, y por esas
fechas ningún santiaguero se atrevería a dormir con las ventanas cerradas. Eso
sería como asfixiarse voluntariamente. Así que en aquella madrugada del día
veintiséis de julio, casi todos los habitantes de la ciudad sintieron los
disparos. Digo casi todos, porque en Santiago también vivían algunos sordos.
Su padre se levantó de un sobresalto y corrió al cuarto del niño,
que también se había despertado. Después de comprobar que todo estaba bien, le
ordenó al chico que no se moviera de donde estaba. Sobre las ocho de la mañana desayunaron, como si no sucediera nada, pero seguían oyéndose detonaciones en
el exterior. Ya en la noche, el padre se le acercó y le dijo. «Hay jóvenes
muertos o huidos allá afuera. Si vas a vivir aquí conmigo, no quiero ni pensar
que tú puedes ser uno de ellos».
El niño asintió con la cabeza, sin entender porque su padre le
pedía algo tan extraño, y le hablaba con un tonillo filosófico que no podía asimilar. El no quería ser nadie más, que no fuera él mismo.
Ya sabemos que el futuro siempre le pellizcaba los pensamientos, así que poco a poco, empezó
a darle vueltas al asunto. Comenzó por atar las conversaciones que
los adultos pretendían pasar por sus narices sin que el las comprendiera. Que
si el hijo de Faustino está metido en asuntos de política, que si Florencito,
el de Natalia, desapareció, pero también dicen que se fue para La Habana, o que
Reinaldo, el chico que trabajaba en la peletería de los Méndez, apareció muerto
en una cuneta.
En el Santiago de Cuba de los cincuenta, era demasiado difícil
mantenerse ajeno a las noticias que corrían de boca en boca y que también
aparecían en los periódicos. La prensa estaba en contra del gobierno de
Fulgencio Batista porque lo consideraban incapaz de mantener por cinco minutos un
mínimo de elocuencia. La clase intelectual cubana, perfeccionista y con un
notable prestigio internacional, no soportaba a estos individuos que no daban
la imagen de pueblo civilizado. Su gobierno siempre dio un balance positivo
desde el punto de vista económico y social, pero también se destacaba por los
grandes escándalos de corrupción. Siempre fue una controversia y siempre lo
será, porque aunque Batista no despertó nunca la simpatía de los cubanos, sus
obras monumentales quedaron para la posteridad.
Hoy en día esas construcciones son parte de la fotografías seleccionadas para vender a la Isla, como el paraíso económico y perfecto del turista extranjero.
Pero esas imágenes de Arte Deco labradas
sobre concreto, no eran suficientes. Los cubanos esperaban algo más del
presidente de la república; bienestar e igualdad. Sobre todo transparencia,
algo que a Batista, arrogante como un pavorreal, le costaba mostrar. Vehemente de
poder, no estaba dispuesto a permitir, que después de cuatro años de gobierno, lo
apartaran de la gloria presidencial. De
ahí su golpe de Estado, el que le dio luz verde a los movimientos juveniles que
estaban artos de no tener una verdadera democracia.
Pasadas las dos de la tarde de aquel lunes, su padre había
decidido cerrar la mueblería; el negocio de la familia. Ya el chico estaba en
medio de una adolescencia difícil y compleja, por eso el padre, con tal de que
tuviera algo de dinero en el bolsillo, le había permitido trabajar en la
mueblería después de la escuela. Eso estaba bien siempre que no afectara sus
estudios. Quería que fuera «alguien», un doctor o un abogado, daba igual lo que
eligiera. Aquel día de enero de 1957, también había calor. El invierno nunca
pasa por Santiago de Cuba porque allí Hefestos erigió sus estancias bajo la
tierra. La tierra caliente, como siempre la llamaron sin saber por qué. En fin…
Como el negocio no estaba dejando suficiente dinero, ahora brindaba
el servicio de reparación de balancines y tapicería de sillones. Antes de
cerrar le dijo al hijo que no se fuera a casa sin reparar los dos balancines de
los Gillois. Lo único que tenía que hacer era encolar los brazos que se habían
desajustado; el barniz se lo daría al día siguiente.
Cuando su padre se marchó, se fue al cuartucho de la trastienda y
destapó la vieja imprenta. Tomo el stencils copy,
vulgarmente estenci, y lo colocó en el cilindro, por último llenó la cubeta con
tinta negra. Daba gusto ver como por un lado entraba el papel blanco y limpio y
por el otro salían cuatro rectángulos idénticos en los que se podía leer:
«Batista Asesino, M26».
Su felicidad duró muy poco. A su padre, con los apuros, se le
había quedado la luz de la oficina encendida y regresó para apagarla. Ante sus
ojos su hijo era un irresponsable y ya no podría confiar en él. A la pregunta
de: ¿para quien estás imprimiendo esta porquería?, la respuesta fue: para la
Revolución.
Pero no se crean ustedes tanta honestidad, él había mentido. En
realidad era un encargo para un miembro de la misma familia de los sillones que
tenía que arreglar, para la joven Vilma Spin Gillois.
Unos meses después, con solo once años de edad, el chico se unió a
los rebeldes y más tarde bajó echo todo un patriota; con unos bellitos en la
cara, a los que únicamente él podría llamarle barba. La Revolución le ordenó
estudiar, combatir en Playa Girón, ir a misiones internacionalistas y él lo
hizo tal y como le habían ordenado. La Revolución le ordenó confiar en el
futuro y él trató de hacerlo.
Pasaron los años, pero, nunca jamás, el país prosperó. La arquitectura de
las ciudades cubanas no cambió, de manera que hoy puedes caminar la Habana sin
perderte con un mapa de 1958. Irónicamente, también puedes admirar las obras
de aquel otro tirano que se llamaba Batista y que murió en España, feliz y
rico, sin que al final nadie pudiera juzgarlo por sus crímenes. El tiempo se
había detenido en la Isla, pero con la particularidad de que los niños siguieron
creciendo.
Ahora el niño anda por las calles de un país que quería construir,
pero que se cae a pedazos. Algunas veces se le nota seguro, otras con dudas,
bien soñado o mal despierto. Va perdido en un futuro que no es como lo había
imaginado, junto al tiempo estafado de su gran época. Siempre honesto, humilde y perseverante, pero siempre, como el mismo solía decir, siendo el mismo.
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(Dedicado a todos los padres de mi generación y la de mi hermano)